La mesa de abuelito
Mi abuelo jugaba a la brisca conmigo cuando yo aún contaba con los dedos. Así le recuerdo, yo escondiendo las manos bajo la mesa, y él arrojando las cartas una a una sobre ella contando los tantos: “siete”, una carta, “y ocho, quince”, otra más... Y yo debajo de la mesa, dando vueltas a los números y a los dedos. Mi abuelo se reía de esa escuela en la que no nos enseñaban a contar de cabeza ni a arreglar un pinchazo de la rueda de la bici. Él, las cosas importantes, las había aprendido en la vida: a contar, a usar la navaja, a arreglar lo que se estropeaba.
No nos ponemos de acuerdo en si la mesa, que un día fue blanca y yo la recuerdo azul, la hizo él, o sólo son suyos los arreglos que hemos ido acariciando al restaurarla. Lo que es seguro es que la mesa siempre estuvo allí, en casa, bailando de algún comedor a la cocina, de la cocina al patio, y de allí, vuelta a la cocina. Siempre estuvo así, danzando, y alguna vez a punto de convertirse en leña para la hoguera, si no hubiera sido por la nostalgia. ¡Menos mal que apareció la nostalgia!
Mi madre empezó a lijarla mucho antes de que yo la recordase. La decisión que a ella le faltó, me sobró a mi: roja. “Quiero la mesa de abuelito roja”. Y empezó la operación de transformación: unas cuantas revistas, algún escaparate y un montón de blogs después, descubrí que el efecto envejecido que queríamos se conseguía con un craquelador. Usamos la trasera del cajón para nuestras pruebas: rojo sobre blanco, negro sobre rojo, rojo sobre gris. Rojo, rojo, rojo. Al final, rojo sobre nada.
¿Y el sobre? Mi madre lo había visto en una tienda: “tal cual, en madera”, una capa de cera incolora.
Tras el borrador, daba miedo ponerse con el lienzo, era nuestra primera vez, pero una tarde de verano, saqué las brochas y me dije “¡hoy!”. La herencia hizo el resto: el blanco saliendo bajo del rojo, los golpes marcados en las patas, los dibujos de algún cuchillo cortando el pan. Mi madre se asomaba por allí de vez en cuando, sonriendo y asintiendo con un orgullo casi inesperado.
Hace unos días vino a visitarme. “Si abuelito supiera dónde ha acabado la mesa en la que jugabais a las cartas…”.
Sonreí. Si supiera que, a veces, todavía uso los dedos para contarlas…
Qué pasada de mesaaaaaaaa!!Ya te sigo yo también!!
ResponderEliminarY también he leído tus 11 confesiones y tus 11 preguntas!
Son geniales!;)
Te quedó hermosa, me gusta mucho tu blog, te sigo : )
ResponderEliminartuviste paciencia y buen gusto me recuerdan los muebles de mi casa del pueblo
ResponderEliminarque bonito!, es lo que tienen los muebles viejos... los de ikea todavía no saben de esas historias
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